top of page

Hombre que dice

ree

Al mendigo lo van a deportar. Y lo harán como se hace con todo lo que molesta pero no se resuelve: con papeles firmados, con silencio administrativo, con una furgoneta blanca que nadie ve estacionada en la esquina.

Él volverá al país donde nació. Volverá con lo puesto, y con lo no dicho. Y cuando llegue, el cartel que descansaba junto a su colchón mojado será el mismo. No cambiará ni una palabra, ni una coma. Porque lo que ahí estaba escrito no pedía compasión: funcionaba. En cualquier país. En cualquier acera. En cualquier mirada que supiera leer entre las líneas de la necesidad.


No se necesita estar loco para convertirse en mendigo. Tal vez basta con estar cansado. O haber perdido demasiadas veces en sitios donde nadie pregunta si jugaste limpio.

Ser mendigo no es solo no tener casa: es aprender a ver el mundo desde una esquina. Y para eso se necesita una preparación que nadie enseña.

Se entrenan los brazos para sostener la mano abierta durante horas, suspendida en ese espacio de aire que también debería ser un derecho. Se entrena la voz hasta que la frase se vuelve melodía: un canto automático, una oración sin dios. Y cuando uno se cansa hasta de sí mismo, entonces escribe. Escribe un cartel. No como súplica, sino como autobiografía condensada. Un mensaje que es documento, identidad, herida, testamento. Una frase que dice más de lo que cuenta.

Mendigo. Dicen que viene de “mendigar”: pedir. Pero yo prefiero pensarlo de otra forma: men – digo. Hombre que dice. El que, aún sin nada, aún sin rostro, aún dice.

Las ciudades se miden por sus torres, sus bancos, sus teatros. Pero habría que medirlas por su número de andrajosos. Por cuántos hombres que dicen han sido empujados al margen. Y nadie se detiene a pensar: ¿Qué tiene para decir un hombre que ha perdido todo,y aún así sigue diciendo?

Los mendigos no nacen así. Alguien los cargó en brazos alguna vez. Alguien los arropó, los llamó por su nombre. Pero se cayeron del mundo. Y al caer, aprendieron a dormir sobre cartón, a ignorar el frío, a comer lo que aparece, a no tener Instagram.

El mendigo no existe para ser recordado. Por eso, cuando pide, a quien lo mira se le olvida su cara. Pero si uno se detiene —si uno realmente ve— encontrará el mensaje más hermoso del día escrito con su puño y letra:

Necesito ayuda. Económica. Urgente. Por favor, de corazón. Comida. Trabajo. Los quiero mucho. Gracias.

Llovió. Y el mensaje se borró. El colchón se empapó. Él durmió en un banco duro. Y lo poco que tenía se escurrió por la calle, con la lluvia. Esperó —como cada día— que algo pasara en su vida, o que la vida, por fin, pasara por él.

La policía lo recogió. Ya no tenía ni su rincón. Le hicieron preguntas. Olvidó las respuestas. La enfermedad de pedir durante años, a cientos, a nadie, borra el nombre propio.

Le tomaron las huellas. Y las huellas hablaban por él. Tenían la forma de los céntimos que pasan de mano en mano. Tenían la marca de todos.

Esperaron a que comiera. Y mientras comía, en silencio, parecía feliz. Tan feliz que por un momento el hambre se volvió sagrada. Y el silencio hizo justicia al título que nadie quiere pronunciar:mendigo, hombre que dice.

Sus huellas devolvieron un número. Pero eso es confidencial. Solo él puede decir quién es. Y por ahora, es un alma callejera que vuelve a comer como no lo hacía desde que era alguien.

Lo deportaron como quien devuelve un paquete que nadie reclama. En su país, nadie preguntó por él. Los más viejos ya habían perdido la memoria, y los otros nunca la tuvieron.

Pero él no se quejó. Se instaló en un nuevo rincón. Durmió bajo el mismo cielo. Comió lo que recaudó. Y pensó en todo con ese tiempo libre que solo da la calle: tiempo para no hacer nada,tiempo para pensarlo todo.

Si volviera a nacer, sería lo mismo. Un hombre que dice más de lo que debería. Un hombre que no pide.Solo lo intenta— dice.

Comentarios


bottom of page