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La heladería que no se cerró un Jueves Santo

Ilustración en blanco y negro estilo cómic de un hombre cerrando la verja de una heladería de noche; su rostro expresa agotamiento y alivio mientras la caja de dinero permanece sobre el mostrador. Escena cargada de simbolismo sobre el cierre de etapas y la compasión del destino.

Ese día fue jueves.

El jueves antes del viernes santo. Pero ese jueves parecía ya un día sagrado. Había un aire diferente, una pausa rara, como si la ciudad hubiese sido rociada con incienso invisible.

En la heladería, no paraba de entrar gente.

Tuvimos que poner separadores para organizar la fila. Era una multitud constante.

Me tocó el cierre, como todos los días.

Estaba con Inés, una chica nueva.

Habla inglés, francés y apenas un poco de español. No siempre entiende lo que le digo, y yo tampoco entiendo lo que no me dice .

Entre decidir si guiarla, darle órdenes o simplemente hacerlo todo… opté por lo último. Hice todo. Y al final, con el cansancio envolviéndome como un abrigo húmedo, nos despedimos.

Dejé la heladería abierta. La caja con toda la recaudación quedó sobre el mostrador. Nadie bajó la verja. La tienda entera, expuesta.

Y yo me fui. Sin darme cuenta de nada.

Pero lo que más recuerdo no es ese olvido. Es el momento en que creo que sí cerré: cuando escuché, en mi cabeza, ese sonido familiar del control automático bajando la verja. Ese ruido que, cada día, marca el final. Ese clic metálico que me libera. El momento más placentero del día. Madrid, entonces, de noche, se vuelve mía. Caminar por sus calles sabiendo que ya no tengo que ver más rostros que no quiero, ni repetir por décima vez el nombre de un helado que no suena a nada.

Al día siguiente, el encargado me escribió por todos lados. Imaginé su sorpresa. Su susto.

Abrir una tienda que nunca se cerró.

Y sin embargo…no pasó nada. Nadie entró. Nadie tocó la caja. No se llevaron ni un céntimo. Era viernes santo. Tal vez los ladrones también descansan en los días sagrados.

Yo no creo en casualidades. Quiero pensar que esto tuvo un sentido más profundo. La cábala lo llama Rachamim —רַחֲמִים—: compasión divina que suaviza el juicio. La tienda soy yo. La verja, mi vida. La caja, lo que guardo. Y lo que no estoy cuidando, lo que dejo al descuido, es porque ya estoy agotado. Porque estoy desconectado de lo que hago. Porque esta etapa se está cerrando, y mi alma lo sabe antes que yo.

Hoy es viernes. No cualquier viernes. Es viernes santo. Y cuando hoy cierre la tienda —esta vez, de verdad— lo haré con todos los sentidos. Cuidaré cada gesto. Como quien despide algo. Como quien baja un telón y prepara la última cena, o el último helado dejando todo en su sitio para una nueva apertura

 
 
 

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