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Dijiste. Pero no pudiste

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Corre. Enciende la televisión. Busca el canal nacional. Está ocurriendo algo que no debería importar, pero es demasiado extraño como para no mirarlo. El conductor en directo no puede decir la palabra podemos. Se traba, la pronuncia mal, intenta corregirse, y vuelve a fallar. Lo que debería ser una anécdota de segundos se alarga en minutos. Y el país —todo el país— ha dejado de hacer lo que hacía para observar cómo un hombre lucha con una palabra que no tiene misterio.

Podemos. Tres sílabas. Una palabra blanda, frecuente, sin dobleces. Pero hoy es una piedra en la garganta de alguien que representa la compostura nacional. Hace señas para seguir, para que no lo corten. Los técnicos dudan, pero lo dejan. Sabemos cómo es la televisión en vivo: el error, si es humano, vende.

Desde las casas, miles lo miran. Algunos gritan al televisor que podemos no lleva tilde. Otros ríen, otros se angustian. Hay quien cambia de canal. Hay quien no puede dejar de mirar. Él sigue intentando. Sabe que no puede dejarlo pasar. No porque la palabra importe, sino porque el gesto importa. Tiene que demostrar que sabe hablar. Que puede recomponerse. Que la compostura vale más que la gramática.

Y mientras tanto, los espectadores lo sienten en la garganta. Esa palabra no sale. La fuerza cae en el po- cuando no debería. Y aunque no lo diga con tilde, la dice como si la tuviera.

El director está a punto de cortar a publicidad. Pero no lo hace. La audiencia ha subido. Mañana esto será tendencia. El noticiero informático. Todos lo comentarán. Y eso —en este mundo de reflejos y cifras— es bueno.

Pero el conductor calla. Y ese silencio, que nace de su nudo en la garganta, se convierte en eco. Se cuela por las salas del país. Se instala como una pausa extraña en un día común.

Hasta que lo dice. No la palabra. Sino la confesión: “No puedo decirla.”

Y no la dijo.

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